Relato. "India. Primavera de 1997. El desierto de Thar".











India, primavera de 1997.


Recordaba la primavera europea. El Mediterráneo bañando las costas de mi tierra, aquel azul inmenso, que se perdía con la línea del horizonte, y el cielo y el mar era, una honda sensación que penetraba en mi mirada, evocando el vuelo de las aves.  Y,  cuando las lluvias regeneraban la tierra,  la vida parecía despertar, del largo y frio invierno.

Pero sentía, que tras el horizonte de la razón, existía un latido que conectaba mi alma y el cielo, hacia un lugar desconocido por mí, y que a la vez, formaba parte de un deseo que me envolvía, como un silencio sonoro, en cuya paz se oye, el canto de la existencia, y el vuelo ligero de un ave, que te llama y te obliga, a colocar toda la atención en la libertad de su vuelo.

Y así, emprendí el largo el viaje, hacia el noroeste de la India, en la región de Rajastan (Tierra de Realeza), frontera con Pakistán, (Tierra de ángeles).

Llegué sin contratiempos, a la hermosa tierra, que sería mi nuevo hogar. Las gentes, los colores de sus vestimentas, sus costumbres, me embriagaban en una ensoñación despierta. Los niños mostraban esas sonrisas blancas, que contrastaban con su piel oscura, los juegos en medio de la calle, y la sencillez, adornaba un halo misterioso y mágico.

Decidí llegar hasta el  Ashram (centro religioso). 
Iba por una calle polvorienta con todos mis enseres en la mochila, caminando con el rumbo de la voluntad y esperando que un alma bondadosa parase a mis indicaciones de auto-stop. Vi como se acercaba un jeep.

Cuando paso por mi lado, prosiguió su marcha, pero, empezó a reducir la velocidad,  y observé que salía un brazo por el lateral de vehículo, haciéndome señales, para que corriera y me subiera al vehículo.  Así lo hice, empecé a correr y me agarré fuertemente a aquel brazo. Era Estefan. Desde aquel momento nuestras almas, quedarían unidas por la amistad. Llegamos al Ashram, donde pasé unos días.

Hacía un calor insoportable, sofocante para mi piel blanca, el termómetro subía  como una flecha encendida, más de 40 grados, rozando los 45, aunque el fuego dilatador podía llegar a los 52 grados.  A esa temperatura muchos de los lugareños perdían la vida; el agua del cuerpo se contraía y la sangre dejaba de circular. El aire quemaba los pulmones, y la vida se apagaba como la luz de una vela, derretida, sin poder evitar la ferocidad de la naturaleza. Ese sol, que daba la vida, podía ser también, el horno crematorio de todas las ilusiones, que cada cuerpo y espíritu humano se empeñaban seguir en este mundo de amor, abalanzado  por destinos aparentemente inconexos.  Pero que, en el fondo del algún misterio, quedábamos todos conectados por algún aliento, que se iba descifrando a cada paso del camino. El sol en su faz compasiva, detuvo la temperatura. No subiría más de los 45 grados.

El viaje.

Dejé el Ashram (Centro religioso), no sin antes comunicarle a Estefan mi intención de adéntrame al desierto de Thar, (desierto de la muerte), para llegar hasta la Ciudad Abandonada. Hacia 400 años que nadie vivía en ese lugar.
Estefan tenía que hacer cosas en el Ashram y declinó el venir conmigo, pero me aconsejó que me llevara dos botellas de agua en la mochila, suficientes para el camino. Ya que antes de llegar a la Ciudad Abandonada, en la ruta del camino que haría en camión, había un pozo de agua potable, fresa y cristalina.  Y,  al  llegar a la ciudad de Jailsalmer,  podía repostar más agua y comida.  
   
Me despedí de Estefan. Cargué con  las dos botellas de agua para el viaje, suficiente para mantener la humedad de mi cuerpo.

Llegó el camión repleto de hindús, que se dirigía a diferentes poblados, me subí  a él, con la ilusión de adentrarme al desierto.
El viaje resultaba un tanto apretado, por la falta de espacio, pero beligerante por la sensación de libertad. No importaba el cómo, importaba que mis pies y mi espíritu, navegaban en esa libertad del ser, en esa llamada irrefrenable que, el desierto parecía tener, con el  secreto oculto que quería mostrarme con la Ciudad Abandonada,  y yo,  me adentraba al corazón de su deseo.

Iba cayendo la noche, y nos acercábamos al pozo de agua potable que se hallaba en medio del camino. El agua de las botellas, prácticamente se había consumido.
Por el calor sofocante y la temperatura que rasgaba la piel, iba bebiendo a sorbos, controlando el preciado liquido.
El camión paró, para que repostáramos agua. El pozo que contenía la esencia de la vida en su interior, y que tanto necesitaba mi cuerpo, un regalo en medio del desierto, un haz de luz, con la impronta acuosa de su esencia. Esa fuente de vida, que surgía en medio del camino, y que era la calma para la sed, era como la faz de una diosa, refrescante y necesaria agua, que se levantaba como una joya en medio de la tierra árida.

Pero la sorpresa fue, un apagón a la sonrisa de mis dientes, cuando vimos que el pozo estaba envenenado. Sus aguas, no podían ofrecer la faz de la vida, sino la faz oscura de la muerte.
Las tribus tribales y sus múltiples e, inacabables peleas  habían acabado con la esencia cristalina, que tanto necesitaban nuestros cuerpos, ya que el viaje aún no había terminado, y mis botellas de agua, estaban prácticamente vacías.  A penas me quedaban unos sorbos, y un largo recorrido de horas y km. hasta llegar a la ciudad de Jailsalmer.
Subí  de nuevo al camión, para emprender el trayecto que faltaba, con la incomprensión en los rasgos de mi mirada. ¿Cómo podía ser… que algo tan vital en ese lugar, fuera envenenado?

La noche se desvanecía y mi cuerpo acusaba la deshidratación.  Los hindúes soportaban mejor la falta del agua, pero mi cuerpo se agotaba y caía en la pesadez.

Llegó la madrugada y mi viaje en el camión había tocado a su fin, bajé de él. Jailsalmer estaba en medio del desierto de Thar.   Empecé  a andar entre casas medio vacías. Sentía que la deshidratación había hecho mella en mi cuerpo, pero mi  espíritu se mantenía, y no reaccionaba a tal desventura. 

Una familia del poblado salió a mi paso, y  de nuevo el misterio  abría las puertas de mi corazón ilusionado.  Me dejaron una habitación de la casa y toda el agua que necesitaba para hidratarme de nuevo. Bebí del líquido transparente y sentía como todo mi cuerpo se saciaba en la vida, dormí, abandonándome a la esencia del universo, que en ningún momento, se olvidó de mi presencia, en esas tierras áridas.

Al despertarme, con todas las reservas de agua en mi cuerpo, salí a dar una vuelta  por el desierto. Pero, de repente empecé a sentir frío, láminas de metal cruzaban mi cuerpo, que se iba agotando por segundos, y  el tacto de mis pies y  manos iban desapareciendo, dejé de sentir las extremidades. Algo sucedía en mi interior, que devoraba mi energía vital.  Consciente de mi estado, logré arrastrarme, hasta unos matojos que sobresalían, y pude refugiarme en ellos.

Sentí, como el cielo iba apagándose lentamente, la luz del sol se desvanecía, y yo me iba desvaneciendo con ella. La oscuridad repentina, ante mis ojos decaídos, parecía ahogar mi existencia. No perdí la conciencia total, pero sí, consciente de mi estado de semi inconsciencia, tardé entre dos y tres horas, en recuperarme. La prolongada deshidratación del día anterior, no había quedado restaurada, a pesar de haber bebido hasta la saciedad en la casa de los campesinos. Fui consciente de ello en ese momento, cuando mi cuerpo pesaba toneladas, y refugiado entre los matojos, mi visión se iba cerrando hacia  una noche, casi eterna.
Pero sabía, que debía sobrevivir, no podía desfallecer en aquel lugar, donde las hojas de los matojos cubrían mi cuerpo, e impedían que los rayos del sol me atravesaran. Los brazos verdes de la clorofila oxigenada, que envolvía mi cuerpo en aquella matriz vegetal,  hizo que recobrara mi aliento.

Cuando sentí de nuevo, que mis fuerzas regresaban, y  la pesadez de mi cuerpo iba alejándose por segundos, en aquella pesadez que me mantenía inmóvil, en aquel estado de semi inconsciencia, pude
recuperar de nuevo el aliento. Me levanté y me dirigí hacia la casa de los campesinos.

La mujer de la casa, con una figura grácil, y con la mirada incomprensible hacia mi persona. Me observó, como una criatura perdida; que no se sabe del porqué de las cosas, y en aquel estado lamentable de supervivencia, en que sólo los dioses  podían saber, el porqué de mi estancia en esas tierras.
 Me atendió, como una madre perfecta, que sabe, sonríe y calla, ante la desventura  de mi osadía por el desierto, a pesar, de que la divinidad no me diera, el color de su  piel  más preparado, para esas tierras áridas y desoladas, ni me diera la capacidad de comprender, lo devorador que podía ser el sol y el desierto, cuando muestra sus fauces insaciables de fuego.

Me tumbé de nuevo en la cama, mientras ella, me ofrecía agua  que, a sorbos de vida iba penetrando, en mi magullado cuerpo, cansado y agotado por la influidez de mi sangre.
Tumbado en mi camastro, flotando con la sensación de vida que restituía mi cuerpo y mi alma, observé, que en la pared de enfrente, había un cuadro de Krishna, (avatar, divinidad).
Sin darme cuenta,  penetré en el cuadro, mi espíritu dio un salto cuántico. Salió de mi cuerpo y estaba allí con Krishna.
Rodeado de un fabuloso jardín, la vegetación era exuberante, flores iluminadas por colores que impactaban mi mirada, la paz abrazaba aquel lugar y  tocaba con su mano invisible mi frente.  Las fuentes de agua cristalina, ronroneaban música celestial.
Penetré en la divinidad de un paraíso, que dejaba su esencia perfecta de amor sobre mi cuerpo ligero.
De repente, dejé de ver a  Krishna y en su lugar, apareció una hormiga gigante, de tacto amoroso y gentil,  que se apresuro a decirme: ¡Qué haces aquí!.

 Ese jardín, era  para las hormigas, y  para él, pero ya que mi espíritu se había colado en aquel lugar, decidió contarme un bello cuento.

Un cuento, del que mi memoria se niega a recordarme, excepto, las lágrimas de felicidad que corrían por mi tez, al sentir la sensación de aquel encuentro. Otro lugar, otra dimensión, una divinidad que penetró en mí, cuando mi cuerpo alejado de mi espíritu dormía, y mi espíritu rozaba la magna claridad de un Todo, que de forma inusual, había penetrado por aquella experiencia.
Mi estado de éxtasis  quedó en algún lugar, que mi memoria mantiene oculta, pero que sigue bombeando en las células de mi corazón, al recordarlo. Permanecí  tres días en estado consciente y semi inconsciente, hasta mi total recuperación.

Pasados esos días y esta vez, sí, completamente restablecido, salí, para dar una vuelta por el poblado sin alejarme demasiado, y reconectar de nuevo mis pies y mi cuerpo a la movilidad.
Al girar una esquina, vi de frente a Estefan, mi amigo del Ashram, del que me había separado 1.500 km atrás. La sorpresa fue total, casi nos topamos de frente el uno con el otro. A menudo pienso, que existen coincidencias extrañas, incomprensibles sí, pero que colman de felicidad. Y quizá la compresión no sea un dato a tener en cuenta, sino, la sensación que permanece en medio de la nada, y de esa nada surge, una chispa, un abrazo, un amigo, una emoción descontrolada, esa conexión que a pesar de los pesares, aparece en los momentos más propicios, y la vida sigue en su encanto amoroso, como si no hubiera intermitentes que separan el espacio y el tiempo.

Después del inesperado encuentro en el poblado con Estefan, le comenté que quería alquilar un jeep para llegar a la Ciudad Abandonada. Esta vez, sí estaba completamente recuperado. Y podía proseguir con mi viaje.
Estefan declinó la invitación a venir conmigo, tenía cosas que hacer en el poblado (Jailsalmer). Pero me advirtió de los peligros que podía correr.
El desierto de Thar ocupa una extensión aproximada de 800km. tocando la frontera de Pakistán,  la policía hindú dispara a los contrabandistas, y los contrabandistas disparan a la policía. El fuego cruzado es una lluvia de plomo, que busca algún cuerpo para dejarlo inmóvil ante la ley, y por la otra parte, busca la huida de la ley, la anarquía y la necesidad del contrabandista.  Ante la peligrosidad, de lo que el cielo atestigua en las noches desérticas, la razón y la coherencia se anticipan, al deseo de llegar al corazón de la Ciudad Abandonada. No proseguir era lo cauto. Pero la razón no me servía en aquel lugar.

Thar, cuyo nombre significa el desierto de la muerte.
Aquel lugar, en la vertiente del aire apacible y caluroso en la inmovilidad de la vida. Vida, que por otra parte araña entre los peligros, el derecho de estar allí.
La fuerza de mi espíritu, anulaba todo razonamiento lógico, e hice caso omiso al ruego de Estefan, en que abandonara mi viaje hasta el final y me quedara en la ciudad de Jailsalmer.


 Hacia la Ciudad Abandonada.

Alquilé un jeep y proseguí mi viaje en el profundo misterio del desierto, cuyo enigma me envolvía y del que no podía resarcirme.
A gran velocidad con el jeep, sentía, que el tiempo corría a la inversa, yo, hacia el no tiempo de aquel lugar, y el desierto como un aura gigante, que me tragaba en su dimensión milenaria.
La memoria, cobraba vida latente en el presente caluroso del desierto. Paré a mitad del camino. Y, me bajé del jeep, para contemplar el Templo de las Serpientes, que se levantaba majestuoso en aquel lugar inhóspito, pero de una belleza que era difícil de describir.
Al atardecer,  los monjes ofrecían leche a las serpientes.
Contemplé con la mirada absorta, como las serpientes, habitaban entre aquellas piedras que se levantaban invocando la divinidad.  El Templo, mostraba que la vida en el desierto era, una vida errante, con puntos fijos de adoración.  Como una estrella en el cielo, que fija su luz en la vastedad, del vació del firmamento, y el vacío, queda comprendido, por el alma lumínica que da origen a la vida y al ser.

En aquel momento, era observador,  de aquella escultura tallada por la mano del hombre, y que a la vez, contenía el misterio ancestral, de la esencialidad divina.
Regresé al jeep y proseguí mi viaje, hacia la Ciudad Abandonada.
A lo largo de viaje, iba encontrando otros Templos, abandonados, cuyo silencio era total, y sus siluetas levantadas en medio de aquel océano desértico, vibraban con el eco de una energía mágica que, parecía envolver aquel lugar, como una matriz, que refugiaba la vida, en medio del calor sofocante.

Divisé a dos campesinos, que parecían surgir de la nada, en medio de aquella inmensidad. Paré el jeep, y los acerqué hasta sus chozas que se hallaban a varios km, ahorrándoles una larga caminata. El intercambio es fácil, cuando los seres humanos estamos en minoría o, en la pequeñez, de la Madre Naturaleza, en esos espacios ancestrales, donde el tiempo parece que ha detenido sus manecillas, y la arena del desierto es un coloso, observado por el Astro Rey, El Sol.
Encontrarme a esos campesinos, sus miradas negras de noche magnánima, y la gratitud, en el blanco resplandeciente de sus dientes, que sobresale de la tez oscura, es un pago, un regalo, que el desierto o, el universo ofrece, para mostrar que la criatura humana, posee el don de la convivencia, a pesar de  las múltiples diferencias que nos pueden separar por las tradiciones, idioma o sensaciones. Pero que en el fondo, todos deseamos esa mano, en medio de cualquier paraje inhóspito.
Me despedí de los campesinos y proseguí el viaje.

Por fin llegué a la Ciudad Abandonada.
El silencio era total, la calma y la paz rodeaban aquellas edificaciones, y podía sentir entre las lagunas de la memoria que, flotaban en el ambiente, como si sus gentes aún permanecieran allí. Una vida que a todas luces ya no estaba,  pero yo podía sentir en aquel lugar, las pisadas, los juegos de los niños en las calles, el olor de sus comidas, e inclusive las miradas apacibles y acogedoras a mi presencia.
El halo de un alma invisible, me daba la bienvenida y sentía recorrer por todo mi cuerpo una vibración de amor, silenciada por aquellas paredes, y que a la vez permanecía intacta, desde que sus habitantes abandonaran la cuidad por falta de agua.
Esas aguas subterráneas, que mantenían con vida la ciudad, se agotaron. Y, en la diáspora de sus habitantes, el lugar permanecía con el aura inmutable de la vida, invisible sí, pero real, como el viento que azotaba el tiempo entre sus calles. 
Era observador  del no tiempo, en la magnitud del silencio, en la paz que ofrece la calma de una nada, imantada aún, en su espíritu de vida y en la esencia del ser, que aún permanece.
Recorrí la ciudad, contemplando la majestuosidad, de su faz de piedra, de sus calles, con murmullos de habitantes, que mi ojos no podían ver, pero si percibir, e incluso, el agua subterránea que dejo de existir, parecía que había dejado su alma, en cada rincón de aquel paraje. 
 El tiempo se detuvo, cada minuto, era un minuto que absorbía con mi mirada, y en mi sensación de ser, el único habitante real entre aquellas casas, el tiempo se congelaba dentro de mí, y se hacía eterno.
Una cúpula de eternidad me envolvía, como una ensoñación, donde podía sentir los fotogramas de un pasado, que resucitaba ante mí.

Llegó el momento de despedirme de la Ciudad Abandonada, y así lo hice, llevándome la experiencia de su alma, en mi corazón de transeúnte por aquel lugar.

*****


Al subir de nuevo al jeep, divise unas tiendas de campaña, donde habitan los nómadas del desierto. En medio de aquella inmensa nada, se levantaban  las telas curtidas por el viento, el sol y la arena. El cielo era un arco azul,  que contemplaba la tierra tórrida y arenosa. Me dirigí hacia ellos.

A pesar del calor que hacía, sentí un gélido recorriéndome el cuerpo, era la presencia de la quietud. Ese silencio incorpóreo, que me daba la sensación de que, todo lo podía abarcar, e incluso tenía, vida propia. Podía sentir y oler en el ambiente, las pisadas invisibles, de su corazón latiente y callado.

Los nómadas al verme llegar, me invitaron a una de las tiendas, para tomar un té.  A lo que accedí gustosamente.
Se apresuraba la tarde, cuando el cenit del sol, había caído entre amarillos y ocres anaranjados. Y,  como obliga la tradición, los nómadas me mostraron la fuerza y el poder, que ellos tenían ante esas tierras (sus tierras).

Armados con dagas, me enseñaban la agilidad del metal en sus manos, y  como en segundos, yo podía ser, uno más de los muertos, que el desierto se cobraba. El metal brillaba ante mis ojos y se hacía huidizo por la rapidez de sus manos. Diestros en la supervivencia de aquellas tierras, parecían hombres casi invencibles, y  se sentían dueños y señores de todo cuando podía correr por el desierto.  Comprendí, que me instaban a la paz, a pesar de la demostración que ágilmente se deslizaba por mi mirada.
Saqué mi cuchillo de montaña. Y lo ofrecí, en ritual de paz. 
Sentía, que mi conexión con el Todo, me dejaba el espacio intocable de esa experiencia, que aún no se había terminado.  La agresividad de los nómadas fue decreciendo, y con un ambiente algo más relajado, proseguimos con el rito, de tomarnos el té en comunidad.
Iba cayendo la noche y decidí  emprender el camino de regreso. Me despedí de los nómadas. A lo que ellos, sin danzas rituales, ni demostraciones de fuerza con dagas, sino, con el corazón de un hombre simple, que sabe del peligro que se avecina a unos pocos km. del lugar, me instaron a quedarme y pasar la noche con ellos.
Al anochecer, los nómadas me advirtieron, del fuego cruzado entre la policía de fronteras y los contrabandistas, (al igual que lo hiciera mi amigo Estefan).
 Pero al ver mi decisión inequívoca y sin marcha atrás, de lo que debía hacer, me aconsejaron que no encendiera las luces del jeep, que viajara a oscuras, para no alentar ni a los policías ni a los contrabandistas, ya que cada cual podía suponer que yo era del bando contrario. Y el fuego cruzado, era una realidad, a esas horas nocturnas del desierto. A pesar de su advertencia (al igual que lo hiciera mi amigo Estefan), decidí emprender la marcha de regreso.


De regreso a Jailsalmer.

Encendí el motor del jeep, y con las luces apagadas, para camuflar mi presencia en aquel lugar, seguí mi camino a toda velocidad sin parar, me hallaba en el corazón del desierto.
Hasta que llegué a un punto, donde supe, que debía detener el vehículo. Paré el motor y bajé del jeep. Me tumbé en el suelo y observé la cúpula del cielo estrellado. Si había algún Dios allá arriba, seguro que me estaba observando, porque yo, podía sentir el aliento de la divinidad rozando mi tez. El silencio era calmado y absoluto, el espacio era inmenso, mi mirada se perdía en el horizonte, sin que nada hiciera de obstáculo. Respiré profundamente, me hallaba en medio de la nada, pero yo sentía, que estaba en el centro y la profundidad del Todo. La vida era un lazo, que me unía a ese lugar y a ese tiempo. Era mi tiempo inconexo, conectado con el Todo de la vida, y su esencia magna ante mí. La belleza se deslizaba en olas púrpuras de serenidad.
Las estrellas eran algo más, que un punto luminoso suspendido en el cielo, parecían gotas de cristal encendido, con voz y alma propia. Me rodeaban, a la vez que fijaba mi mirada en ellas. Un latido invisible en el centro del cielo, me anunciaba la vida en mayúsculas. La esencialidad del Firmamento, penetraba por cada poro de mi piel, se dilataba, y mi cuerpo tumbado en el suelo, era volátil. La ligereza me envolvía en una matriz terrestre, acariciada por la faz del Cosmos.

En la profundidad de la noche cósmica, se hallaba el cometa Hale-Bopp de doble cola. Fijo ante mis ojos, en la bóveda celeste, aunque su cuerpo recorriera a gran velocidad las lagunas del vacío sideral.
Majestuoso, imperecedero en los ciclos del tiempo y de la memoria, en  aquel fortuito encuentro, que no podía ser tan fortuito. Algo hizo, que yo estuviera allí de observador.
El destino y su bagaje, las coincidencias que preceden a nuestro entendimiento limitado, pero que están ahí, por alguna razón. No siempre explicable. Pero siempre sentidas y nunca olvidadas.

Testigo de su presencia y belleza, mi espíritu se congratulaba con la grandeza y exquisitez del Firmamento.  Abrazado por un aura incomparable de amor. Aquel desierto, su silencio, y la luz que brillaba desprendida de las estrellas, con la figura impresionante del coloso cometa Hale-Bopp ante mi mirada. Respiré vida y fusión, ante todo lo que me rodeaba.
La luna ausente dejaba, el traje  perfecto de la oscuridad en aquel vacío, que sujetaba la luz serena del cielo.
La noche, compañera del alma en aquella cálida fragancia, reflejada, de luz incomparable.
El éxtasis sutil, recorría cada onza de mi cuerpo mortal y a la vez, me elegía como hijo de la inmortalidad.

El tiempo, fusionado en aquella noche mágica, me instaba a regresar de nuevo hacia Jailsalmer.
Subí de nuevo al jeep, sabiendo, que jamás desaparecería de mi sensación de mortal, la grandeza del Espacio Sideral, la ingravidez que allí se mostraba, y hacía flotar mi alma, con el vuelo encendido de mi espíritu, y la mirada puesta en la divina forma de vida.
En aquel lugar sin tiempo, pues éste, había abandonado por completo la faz de lo mutable, por la faz de lo inmutable, supe, que fui testigo, parte y razón, de aquellas tierras desérticas, su aura y magnetismo, y de la vertiente luminosa del cielo, en su faz más grande y esencial de vida.

Epílogo.

Cada átomo de nuestra naturaleza es, un átomo de vida. No importan las formas, su esencia es, esencia vital, que conecta con cada espíritu creado y formado. Sentí la grandeza y la pequeñez, no por comparación, sino en la Ilusión del Todo, que converge en la vida. Sentí la unión de la existencia, y el lazo que me unía a un ser. Todo, conectado en la presencia latente de la onda, que si bien es silencio en muchas ocasiones, muestra su voz, a través de las múltiples formas en nuestro Universo.  Una palabra que se fusiona con la mirada: paz, amor y armonía. Yo existo por alguna razón, y el Misterio es, mi propia mirada ante los hechos y los sucesos.

The End.




* Con la colaboración de: J.M.Morgadella.




 La ciudad de Jailsalmer















Campesinos del desierto de Thar.





Templos en medio del desierto.






La Ciudad Abandonada.

















El cometa Hale-Bopp de dobe cola.







El desierto de Thar









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