Nunca debí llorar tu nombre
ni el paso ausente de las cigüeñas,
ni aquel campanario que por tosco
enmudeció el sonido de un amanecer.
Debí fraguar mi sentimiento
en el molde acuoso de la tierra
y elevar por encima de mis hombros
la mirada de las hojas
que ignoran el viento y mecen su esencia.
Pero no supe, mi Dios,
ser más carne, que la carne que poseo,
y estremecerme ante el vendaval de la vida,
cogida al perfume de una rosa
y deshojando mi alma ante la ceguera.
No supe ser más perfecta
ni esconder esquinas sobre la lluvia de primavera,
ni parar el torrente
que se llevaba la fragilidad de mi alma.
No supe mi Dios,
ser la hora y el tiempo,
y el día y la noche
sobre la luz de tus estrellas.
Mas vi, sobre el fuego de esta tierra
como la inocencia pernoctaba sobre tu sueño,
y emprender de nuevo
el vuelo de las cigüeñas.
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