Descendí por las aguas tranquilas
en la góndola que amparaba el refugio de mi cuerpo.
Latidos que provienen
de un instinto oculto.
Aromas, de un trigal nevado en la sien del universo.
Tiempo, tiempo que acaece sobre el rostro impenetrable
de la dicha que juega a la ruleta.
Madurez en la acrópolis de la muerte;
cambio que sujeta las hojas del pensamiento
y que una a una caen, esparciendo la inocencia sobre la orla blanca de vida.
Emanan mis ojos lágrimas de cristal
conquistando el mundo,
rendida ante el amor, sepulto la noche sin luna,
amamanto con mis senos las estrellas
cuya luz es alma
en la voz sonora, pronunciando el abecedario
de la hora justa.
Vine, cual pájaro sin nido en la tierra,
exiliada del éter y de la ecuación magnánima de la existencia,
y en el retorno de mi apariencia,
dejo mi nido de ramas,
forjado, en el futuro increado
para todos aquellos
cuyo canto eleva el espíritu.
Profanada la tumba de la sombra
sólo me resta, gritar la palabra:
Soy vida y por vida ha nacido mi alma,
la muerte es, cambio en el desfiladero de la vida
Y sobrevuelo el acantilado
donde la historia reside en las piedras.
¿Quién, sino, sabe de la vida?
Si no es el alma, en el acimut del sueño
que sabe de la existencia, de sus caminos y paradas.
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