India, primavera de 1997.
Recordaba la primavera europea. El Mediterráneo bañando las
costas de mi tierra, aquel azul inmenso, que se perdía con la línea del
horizonte, y el cielo y el mar era, una honda sensación que penetraba en mi
mirada, evocando el vuelo de las aves. Y, cuando
las lluvias regeneraban la tierra, la
vida parecía despertar, del largo y frio invierno.
Pero sentía, que tras el horizonte de la razón, existía un
latido que conectaba mi alma y el cielo, hacia un lugar desconocido por mí, y
que a la vez, formaba parte de un deseo que me envolvía, como un silencio
sonoro, en cuya paz se oye, el canto de la existencia, y el vuelo ligero de un
ave, que te llama y te obliga, a colocar toda la atención en la libertad de su
vuelo.
Y así, emprendí el largo el viaje, hacia el noroeste de la
India, en la región de Rajastan (Tierra de Realeza), frontera con Pakistán,
(Tierra de ángeles).
Llegué sin contratiempos, a la hermosa tierra, que sería mi
nuevo hogar. Las gentes, los colores de sus vestimentas, sus costumbres, me
embriagaban en una ensoñación despierta. Los niños mostraban esas sonrisas
blancas, que contrastaban con su piel oscura, los juegos en medio de la calle,
y la sencillez, adornaba un halo misterioso y mágico.
Decidí llegar hasta el Ashram (centro religioso).
Iba por una
calle polvorienta con todos mis enseres en la mochila, caminando con el rumbo
de la voluntad y esperando que un alma bondadosa parase a mis indicaciones de
auto-stop. Vi como se acercaba un jeep.
Cuando paso por mi lado, prosiguió su
marcha, pero, empezó a reducir la velocidad,
y observé que salía un brazo por el lateral de vehículo, haciéndome
señales, para que corriera y me subiera al vehículo. Así lo hice, empecé a correr y me agarré
fuertemente a aquel brazo. Era Estefan. Desde aquel momento nuestras almas,
quedarían unidas por la amistad. Llegamos al Ashram, donde pasé unos días.
Hacía un calor insoportable, sofocante para mi piel blanca,
el termómetro subía como una flecha
encendida, más de 40 grados, rozando los 45, aunque el fuego dilatador podía
llegar a los 52 grados. A esa
temperatura muchos de los lugareños perdían la vida; el agua del cuerpo se
contraía y la sangre dejaba de circular. El aire quemaba los pulmones, y la
vida se apagaba como la luz de una vela, derretida, sin poder evitar la
ferocidad de la naturaleza. Ese sol, que daba la vida, podía ser también, el
horno crematorio de todas las ilusiones, que cada cuerpo y espíritu humano, se
empeñaban seguir, en este mundo de amor; abalanzado, por destinos aparentemente inconexos. Pero que, en el fondo del algún misterio,
quedábamos todos conectados por algún aliento, que se iba descifrando a cada
paso del camino. El sol en su faz compasiva, detuvo la temperatura. No subiría
más de los 45 grados.
El viaje.
Dejé el Ashram (Centro religioso), no sin antes comunicarle
a Estefan mi intención de adéntrame al desierto de Thar, (desierto de la
muerte), para llegar hasta la Ciudad Abandonada. Hacia 400 años que nadie vivía
en ese lugar.
Estefan tenía que hacer cosas en el Ashram y declinó el
venir conmigo, pero me aconsejó que me llevara dos botellas de agua en la
mochila, suficientes para el camino. Ya que antes de llegar a la Ciudad
Abandonada, en la ruta del camino que haría en camión, había un pozo de agua
potable, fresa y cristalina. Y, al llegar a la ciudad de Jailsalmer, podía repostar más agua y comida.
Me despedí de Estefan. Cargué con las dos botellas de agua para el viaje,
suficiente para mantener la humedad de mi cuerpo.
Llegó el camión repleto de hindús, que se dirigía a
diferentes poblados, me subí a él, con
la ilusión de adentrarme al desierto.
El viaje resultaba un tanto apretado, por la falta de
espacio, pero beligerante, por la sensación de libertad. No importaba el cómo,
importaba que mis pies y mi espíritu, navegaban en esa libertad del ser, en
esa llamada irrefrenable que, el desierto parecía tener, con el secreto oculto que quería mostrarme con la Ciudad Abandonada, y yo, me adentraba al corazón de su deseo.
Iba cayendo la noche, y nos acercábamos al pozo de agua
potable que se hallaba en medio del camino. El agua de las botellas, prácticamente se
había consumido.
Por el calor sofocante y la temperatura que rasgaba la piel, iba
bebiendo a sorbos, controlando el preciado liquido.
El camión paró, para que repostáramos agua. El pozo que
contenía la esencia de la vida en su interior, y que tanto necesitaba mi
cuerpo, un regalo en medio del desierto, un haz de luz, con la impronta acuosa
de su esencia. Esa fuente de vida, que surgía en medio del camino, y que era la
calma para la sed, era como la faz de una diosa, refrescante y necesaria agua, que se levantaba como una joya en medio de la tierra árida.
Pero la sorpresa fue, un apagón a la sonrisa de mis dientes,
cuando vimos que el pozo estaba envenenado. Sus aguas, no podían ofrecer la faz
de la vida, sino la faz oscura de la muerte.
Las tribus tribales y sus múltiples e, inacabables
peleas habían acabado con la esencia
cristalina, que tanto necesitaban nuestros cuerpos, ya que el viaje aún no había terminado, y mis botellas de agua, estaban prácticamente vacías. A penas me quedaban unos sorbos, y un largo
recorrido de horas y km. hasta llegar a la ciudad de Jailsalmer.
Subí de nuevo al
camión, para emprender el trayecto que faltaba, con la incomprensión en los rasgos
de mi mirada. ¿Cómo podía ser… que algo tan vital en ese lugar, fuera envenenado?
La noche se desvanecía y mi cuerpo acusaba la
deshidratación. Los hindúes soportaban mejor la falta del agua, pero mi
cuerpo se agotaba y caía en la pesadez.
Llegó la madrugada y mi viaje en el camión había tocado a su
fin, bajé de él. Jailsalmer estaba en medio del desierto de Thar. Empecé a andar entre casas medio vacías. Sentía que
la deshidratación había hecho mella en mi cuerpo, pero mi espíritu se mantenía, y no reaccionaba a tal
desventura.
Una familia del poblado salió a mi paso, y de nuevo el misterio abría las puertas de mi corazón
ilusionado. Me dejaron una habitación de
la casa y toda el agua que necesitaba para hidratarme de nuevo. Bebí del líquido
transparente y sentía como todo mi cuerpo se saciaba en la vida, dormí, abandonándome
a la esencia del universo, que en ningún momento, se olvidó de mi presencia, en
esas tierras áridas.
Al despertarme, con todas las reservas de agua en mi cuerpo,
salí a dar una vuelta por el desierto. Pero,
de repente empecé a sentir frío, láminas de metal cruzaban mi cuerpo, que se
iba agotando por segundos, y el tacto de
mis pies y manos iban desapareciendo, dejé
de sentir las extremidades. Algo sucedía en mi interior, que devoraba mi
energía vital. Consciente de mi estado,
logré arrastrarme, hasta unos matojos que sobresalían, y pude refugiarme en ellos.
Sentí, como el cielo iba apagándose lentamente, la luz del
sol se desvanecía, y yo me iba desvaneciendo con ella. La oscuridad repentina,
ante mis ojos decaídos, parecía ahogar mi existencia. No perdí la conciencia
total, pero sí, consciente de mi estado de semi inconsciencia, tardé entre dos
y tres horas, en recuperarme. La prolongada deshidratación del día anterior, no
había quedado restaurada, a pesar de haber bebido hasta la saciedad en la casa
de los campesinos. Fui consciente de ello en ese momento, cuando mi cuerpo
pesaba toneladas, y refugiado entre los matojos, mi visión se iba cerrando hacia una noche, casi eterna.
Pero sabía, que debía sobrevivir, no podía desfallecer en
aquel lugar, donde las hojas de los matojos cubrían mi cuerpo, e impedían que
los rayos del sol me atravesaran. Los brazos verdes de la clorofila oxigenada,
que envolvía mi cuerpo en aquella matriz vegetal, hizo que recobrara mi aliento.
Cuando sentí de nuevo,
que mis fuerzas regresaban, y la pesadez
de mi cuerpo iba alejándose por segundos, en aquella pesadez que me mantenía inmóvil, en aquel estado de
semi inconsciencia, pude
recuperar de nuevo el aliento. Me levanté y me dirigí hacia la casa de los campesinos.
La mujer de la casa, con una figura grácil, y con la mirada
incomprensible hacia mi persona. Me observó, como una criatura perdida; que no
se sabe del porqué de las cosas, y en aquel estado lamentable de supervivencia,
en que sólo los dioses podían saber, el porqué
de mi estancia en esas tierras.
Me atendió, como una
madre perfecta, que sabe, sonríe y calla, ante la desventura de mi osadía por el desierto, a pesar, de que la
divinidad no me diera, el color de su
piel más preparado, para esas
tierras áridas y desoladas, ni me diera la capacidad de comprender, lo
devorador que podía ser el sol y el desierto, cuando muestra sus fauces
insaciables de fuego.
Me tumbé de nuevo en la cama, mientras ella, me ofrecía agua
que, a sorbos de vida iba penetrando, en
mi magullado cuerpo, cansado y agotado por la influidez de mi sangre.
Tumbado en mi camastro, flotando con la sensación de vida que
restituía mi cuerpo y mi alma, observé, que en la pared de enfrente, había un
cuadro de Krishna, (avatar, divinidad).
Sin darme cuenta,
penetré en el cuadro, mi espíritu dio un salto cuántico. Salió de mi
cuerpo y estaba allí con Krishna.
Rodeado de un fabuloso jardín, la vegetación era exuberante, flores iluminadas por colores que impactaban mi mirada, la paz
abrazaba aquel lugar y tocaba con su
mano invisible mi frente. Las fuentes de
agua cristalina, ronroneaban música celestial.
Penetré en la divinidad de un
paraíso, que dejaba su esencia perfecta de amor sobre mi cuerpo ligero.
De repente, dejé de ver a
Krishna y en su lugar, apareció una hormiga gigante, de tacto amoroso y
gentil, que se apresuro a decirme: ¡Qué
haces aquí!.
Ese jardín, era para las hormigas, y para él, pero ya que mi espíritu se había
colado en aquel lugar, decidió contarme un bello cuento.
Un cuento, del que mi memoria se niega a recordarme,
excepto, las lágrimas de felicidad que corrían por mi tez, al sentir la
sensación de aquel encuentro. Otro lugar, otra dimensión, una divinidad que
penetró en mí, cuando mi cuerpo alejado de mi espíritu dormía, y mi espíritu
rozaba la magna claridad de un Todo, que de forma inusual, había penetrado por
aquella experiencia.
Mi estado de éxtasis quedó
en algún lugar, que mi memoria mantiene oculta, pero que sigue bombeando en las
células de mi corazón, al recordarlo. Permanecí
tres días en estado consciente y semi inconsciente, hasta mi total
recuperación.
Pasados esos días y esta vez, sí, completamente
restablecido, salí, para dar una vuelta por el poblado sin alejarme demasiado,
y reconectar de nuevo mis pies y mi cuerpo a la movilidad.
Al girar una esquina, vi de frente a Estefan, mi amigo del
Ashram, del que me había separado 1.500
km atrás. La sorpresa fue total, casi nos topamos de frente el uno con el otro. A menudo pienso, que
existen coincidencias extrañas, incomprensibles sí, pero que colman de
felicidad. Y quizá la compresión no sea un dato a tener en cuenta, sino, la
sensación que permanece en medio de la nada, y de esa nada surge, una chispa,
un abrazo, un amigo, una emoción descontrolada, esa conexión que a pesar de los
pesares, aparece en los momentos más propicios, y la vida sigue en su encanto
amoroso, como si no hubiera intermitentes que separan el espacio y el tiempo.
Después del inesperado encuentro en el poblado con Estefan,
le comenté que quería alquilar un jeep para llegar a la Ciudad Abandonada. Esta
vez, sí estaba completamente recuperado. Y podía proseguir con mi viaje.
Estefan declinó la invitación a venir conmigo, tenía cosas
que hacer en el poblado (Jailsalmer). Pero me advirtió de los peligros que
podía correr.
El desierto de Thar ocupa una extensión aproximada de 800km. tocando la frontera de Pakistán, la
policía hindú dispara a los contrabandistas, y los contrabandistas disparan a
la policía. El fuego cruzado es una lluvia de plomo, que busca algún cuerpo para dejarlo inmóvil ante la ley, y por la otra parte, busca la huida de la ley,
la anarquía y la necesidad del contrabandista.
Ante la peligrosidad, de lo que el cielo atestigua en las noches
desérticas, la razón y la coherencia se anticipan, al deseo de llegar al
corazón de la Ciudad Abandonada. No proseguir era lo cauto. Pero la razón no me
servía en aquel lugar.
Thar, cuyo nombre significa el desierto de la muerte.
Aquel lugar, en la vertiente del aire
apacible y caluroso en la inmovilidad de la vida. Vida, que por otra parte
araña entre los peligros, el derecho de estar allí.
La fuerza de mi espíritu, anulaba todo razonamiento lógico,
e hice caso omiso al ruego de Estefan, en que abandonara mi viaje hasta el
final y me quedara en la ciudad de Jailsalmer.
Hacia la Ciudad Abandonada.
Alquilé un jeep y proseguí mi viaje en el profundo misterio del
desierto, cuyo enigma me envolvía y del que no podía resarcirme.
A gran velocidad con el jeep, sentía, que el tiempo corría a
la inversa, yo, hacia el no tiempo de aquel lugar, y el desierto como un aura
gigante, que me tragaba en su dimensión milenaria.
La memoria, cobraba vida latente en el presente caluroso del
desierto. Paré a mitad del camino. Y, me bajé del jeep, para contemplar el Templo de las
Serpientes, que se levantaba majestuoso en aquel lugar inhóspito, pero de una
belleza que era difícil de describir.
Al atardecer, los monjes ofrecían leche a las serpientes.
Contemplé con la mirada absorta, como las serpientes, habitaban entre aquellas piedras que se levantaban invocando la divinidad. El Templo, mostraba que la vida en el desierto era, una vida errante, con puntos fijos de adoración. Como una estrella en el cielo, que fija su luz en la vastedad, del vació del firmamento, y el vacío, queda comprendido, por el alma lumínica que da origen a la vida y al ser.
Contemplé con la mirada absorta, como las serpientes, habitaban entre aquellas piedras que se levantaban invocando la divinidad. El Templo, mostraba que la vida en el desierto era, una vida errante, con puntos fijos de adoración. Como una estrella en el cielo, que fija su luz en la vastedad, del vació del firmamento, y el vacío, queda comprendido, por el alma lumínica que da origen a la vida y al ser.
En aquel momento, era observador, de aquella escultura tallada por la mano del
hombre, y que a la vez, contenía el misterio ancestral, de la esencialidad divina.
Regresé al jeep y proseguí mi viaje, hacia la Ciudad Abandonada.
A lo largo de viaje, iba encontrando otros Templos,
abandonados, cuyo silencio era total, y sus siluetas levantadas en medio de
aquel océano desértico, vibraban con el eco de una energía mágica que, parecía
envolver aquel lugar, como una matriz, que refugiaba la vida, en medio del calor
sofocante.
Divisé a dos campesinos, que parecían surgir de la
nada, en medio de aquella inmensidad. Paré el jeep, y los acerqué hasta
sus chozas que se hallaban a varios km, ahorrándoles una larga caminata. El intercambio
es fácil, cuando los seres humanos estamos en minoría o, en la pequeñez, de la
Madre Naturaleza, en esos espacios ancestrales, donde el tiempo parece que ha
detenido sus manecillas, y la arena del desierto es un coloso, observado por el Astro Rey, El Sol.
Encontrarme a esos campesinos, sus miradas negras de noche magnánima,
y la gratitud, en el blanco resplandeciente de sus dientes, que sobresale de la
tez oscura, es un pago, un regalo, que el desierto o, el universo ofrece, para
mostrar que la criatura humana, posee el don de la convivencia, a pesar de las múltiples diferencias que nos pueden
separar por las tradiciones, idioma o sensaciones. Pero que en el fondo, todos
deseamos esa mano, en medio de cualquier paraje inhóspito.
Me despedí de los campesinos y proseguí el viaje.
Por fin llegué a la Ciudad Abandonada.
El silencio era total, la calma y la paz rodeaban aquellas
edificaciones, y podía sentir entre las lagunas de la memoria que, flotaban en
el ambiente, como si sus gentes aún permanecieran allí. Una vida que a todas
luces ya no estaba, pero yo podía sentir
en aquel lugar, las pisadas, los juegos de los niños en las calles, el olor de
sus comidas, e inclusive las miradas apacibles y acogedoras a mi presencia.
El
halo de un alma invisible, me daba la bienvenida y sentía recorrer por todo mi
cuerpo una vibración de amor, silenciada por aquellas paredes, y que a la vez
permanecía intacta, desde que sus habitantes abandonaran la cuidad por falta de
agua.
Esas aguas subterráneas, que mantenían con vida la ciudad,
se agotaron. Y, en la diáspora de sus habitantes, el lugar permanecía con el
aura inmutable de la vida, invisible sí, pero real, como el viento que azotaba
el tiempo entre sus calles.
Era
observador del no tiempo, en la magnitud
del silencio, en la paz que ofrece la calma de una nada, imantada aún, en su espíritu
de vida y en la esencia del ser, que aún permanece.
Recorrí la ciudad, contemplando la majestuosidad, de su faz
de piedra, de sus calles, con murmullos de habitantes, que mi ojos no podían
ver, pero si percibir, e incluso, el agua subterránea que dejo de existir,
parecía que había dejado su alma, en cada rincón de aquel paraje.
El tiempo se detuvo, cada minuto, era un
minuto que absorbía con mi mirada, y en mi sensación de ser, el único habitante real entre aquellas casas, el tiempo se
congelaba dentro de mí, y se hacía eterno.
Una cúpula de eternidad me envolvía, como una
ensoñación, donde podía sentir los fotogramas de un pasado, que resucitaba ante
mí.
Llegó el momento de despedirme de la Ciudad Abandonada, y
así lo hice, llevándome la experiencia de su alma, en mi corazón de transeúnte por
aquel lugar.
*****
Al subir de nuevo al jeep, divise unas tiendas de campaña,
donde habitan los nómadas del desierto. En medio de aquella inmensa nada, se
levantaban las telas curtidas por el
viento, el sol y la arena. El cielo era un arco azul, que contemplaba la tierra tórrida y arenosa. Me
dirigí hacia ellos.
A pesar del calor que hacía, sentí un gélido recorriéndome
el cuerpo, era la presencia de la quietud. Ese silencio incorpóreo, que me daba
la sensación de que, todo lo podía abarcar, e incluso tenía, vida propia. Podía
sentir y oler en el ambiente, las pisadas invisibles, de su corazón latiente y
callado.
Los nómadas al verme llegar, me invitaron a una de las
tiendas, para tomar un té. A lo que
accedí gustosamente.
Se apresuraba la tarde, cuando el cenit del sol, había caído
entre amarillos y ocres anaranjados. Y, como obliga la tradición, los nómadas me
mostraron la fuerza y el poder, que ellos tenían ante esas tierras (sus
tierras).
Armados con dagas, me enseñaban la agilidad del metal en sus
manos, y como en segundos, yo podía ser,
uno más de los muertos, que el desierto se cobraba. El metal brillaba ante mis
ojos y se hacía huidizo por la rapidez de sus manos. Diestros en la
supervivencia de aquellas tierras, parecían hombres casi invencibles, y se sentían dueños y señores de todo cuando
podía correr por el desierto. Comprendí,
que me instaban a la paz, a pesar de la demostración que ágilmente se deslizaba
por mi mirada.
Saqué mi cuchillo de montaña. Y lo ofrecí, en ritual de paz.
Sentía, que mi
conexión con el Todo, me dejaba el espacio intocable de esa experiencia, que
aún no se había terminado. La
agresividad de los nómadas fue decreciendo, y con un ambiente algo más
relajado, proseguimos con el rito, de tomarnos el té en comunidad.
Iba cayendo la noche y decidí emprender el camino de regreso. Me despedí de
los nómadas. A lo que ellos, sin danzas rituales, ni demostraciones de fuerza con dagas,
sino, con el corazón de un hombre simple, que sabe del peligro que se avecina a
unos pocos km. del lugar, me instaron a quedarme y pasar la noche con ellos.
Al anochecer, los nómadas me advirtieron, del fuego cruzado entre la policía de
fronteras y los contrabandistas, (al igual que lo hiciera mi amigo Estefan).
Pero al ver mi decisión
inequívoca y sin marcha atrás, de lo
que debía hacer, me aconsejaron que no encendiera las luces del jeep, que
viajara a oscuras, para no alentar ni a los policías ni a los contrabandistas,
ya que cada cual podía suponer que yo era del bando contrario. Y el fuego
cruzado, era una realidad, a esas horas nocturnas del desierto. A pesar de
su advertencia (al igual que lo hiciera mi amigo Estefan), decidí emprender la
marcha de regreso.
De regreso a Jailsalmer.
Encendí el motor del jeep, y con las luces apagadas, para
camuflar mi presencia en aquel lugar, seguí mi camino a toda velocidad sin
parar, me hallaba en el corazón del desierto.
Hasta que llegué a un
punto, donde supe, que debía detener el vehículo. Paré el motor y bajé del
jeep. Me tumbé en el suelo y observé la cúpula del cielo estrellado. Si había
algún Dios allá arriba, seguro que me estaba observando, porque yo, podía
sentir el aliento de la divinidad rozando mi tez. El silencio era calmado y
absoluto, el espacio era inmenso, mi mirada se perdía en el horizonte, sin que
nada hiciera de obstáculo. Respiré profundamente, me hallaba en medio de la
nada, pero yo sentía, que estaba en el centro y la profundidad del Todo. La
vida era un lazo, que me unía a ese lugar y a ese tiempo. Era mi tiempo
inconexo, conectado con el Todo de la vida, y su esencia magna ante mí. La
belleza se deslizaba en olas púrpuras de serenidad.
Las estrellas eran algo más, que un punto luminoso suspendido
en el cielo, parecían gotas de cristal encendido, con voz y alma propia. Me
rodeaban, a la vez que fijaba mi mirada
en ellas. Un latido invisible en el centro del cielo, me anunciaba la vida en
mayúsculas. La esencialidad del Firmamento, penetraba por cada poro de mi piel,
se dilataba, y mi cuerpo tumbado en el suelo, era volátil. La ligereza me
envolvía en una matriz terrestre, acariciada por la faz del Cosmos.
En la profundidad de la noche cósmica, se hallaba el cometa
Hale-Bopp de doble cola. Fijo ante mis ojos, en la bóveda celeste, aunque su
cuerpo recorriera a gran velocidad las lagunas del vacío sideral.
Majestuoso, imperecedero en los ciclos del tiempo y de la
memoria, en aquel fortuito encuentro,
que no podía ser tan fortuito. Algo hizo, que yo estuviera allí de observador.
El destino y su bagaje, las coincidencias que preceden a nuestro entendimiento limitado, pero que están ahí,
por alguna razón. No siempre explicable. Pero siempre sentidas y nunca
olvidadas.
Testigo de su presencia y belleza, mi espíritu se
congratulaba con la grandeza y exquisitez del Firmamento. Abrazado por un aura incomparable de amor. Aquel
desierto, su silencio, y la luz que brillaba desprendida de las estrellas, con la figura impresionante del coloso cometa
Hale-Bopp ante mi mirada. Respiré vida y fusión, ante todo lo que me rodeaba.
La luna ausente dejaba, el traje
perfecto de la oscuridad en aquel vacío, que sujetaba la luz serena del
cielo.
La noche, compañera
del alma en aquella cálida fragancia, reflejada, de luz incomparable.
El éxtasis sutil, recorría cada onza de mi
cuerpo mortal y a la vez, me elegía como hijo de la inmortalidad.
El tiempo, fusionado en aquella noche mágica, me instaba a
regresar de nuevo hacia Jailsalmer.
Subí de nuevo al jeep, sabiendo, que jamás desaparecería de
mi sensación de mortal, la grandeza del Espacio Sideral, la ingravidez que allí
se mostraba, y hacía flotar mi alma, con el vuelo encendido de mi espíritu, y
la mirada puesta en la divina forma de vida.
En aquel lugar sin tiempo, pues éste, había abandonado por
completo la faz de lo mutable, por la faz de lo inmutable, supe, que fui testigo, parte y razón, de aquellas
tierras desérticas, su aura y
magnetismo, y de la vertiente luminosa
del cielo, en su faz más grande y esencial de vida.
Epílogo.
Cada átomo de nuestra naturaleza es, un átomo de vida. No
importan las formas, su esencia es, esencia vital, que conecta con cada
espíritu creado y formado. Sentí la grandeza y la pequeñez, no por comparación,
sino en la Ilusión del Todo, que converge en la vida. Sentí la unión de la
existencia, y el lazo que me unía a un ser. Todo, conectado en la presencia
latente de la onda, que si bien es silencio en muchas ocasiones, muestra su
voz, a través de las múltiples formas en nuestro Universo. Una palabra que se fusiona con la mirada:
paz, amor y armonía. Yo existo por alguna razón, y el Misterio es, mi propia
mirada ante los hechos y los sucesos.
The End.
* Con la colaboración de: J.M.Morgadella.
El desierto de Thar
La Ciudad de Jailsalmer
Campesinos del desierto
Templos en medio del desierto
La Ciudad Abandonada
El cometa Hale-Bopp.
El desierto de Thar.
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