Vi el atardecer sobre los álamos
con matices anaranjados
que ocultaban el sentimiento del alma.
Te llamé
con el susurro de la voz,
el canto de la esperanza
y la mirada en el infinito.
Viejo amigo,
dador de cuentos
de vida y leyendas
nacidas de tus labios, morían en el mar,
enigmáticas criaturas del verbo
que me hacían soñar.
Y soñé con un bajel,
mis brazos alzaban las velas
que arropaban tu aura,
y el latir de un corazón, que se prestaba para ser amado.
Pero me perdí
entre las olas de la vida
y surqué en la infinitud de la bóveda celestial
para hallar un nombre, una sigla de identidad…
un cómo, y un por qué,
y fui testigo de la oscuridad
que arrebataba la inocente enmienda.
Y seguí
con la sal de mis lágrimas,
seguí
sin más brújula que mi propio palpitar
y allá, en el norte de la ilusión
vi, a un Bergantín luciendo sobre el azul del mar.
Te llamé,
acudí a tu voz...
tan sólo el tiempo demoró
lo que estaba escrito en el cielo
y, lo que el destino pasajero abordó.
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